El riesgo de retorno de la inflación no es una quimera

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Carmignac

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* Por Didier Saint-Georges, miembro del Comité de Inversión Estratégico de Carmignac

Las previsiones de inflación, al igual que las de divisas, se encuentran entre los ejercicios más peligrosos para los economistas. Son tantos los criterios que entran en juego, que se influyen mutuamente y que cambian con el tiempo, que predecir el futuro en estos temas conduce más a menudo al fiasco que a la gloria.

Por ejemplo, recordamos que una de las últimas grandes expectativas inflacionistas se remonta a los meses posteriores a la gran crisis financiera de 2008, cuando los principales bancos centrales del mundo se embarcaron en gigantescos (para la época…) programas de creación de dinero para comprar activos financieros. La mayoría de los economistas argumentaron en su momento que ese exceso de impresión de billetes suponía un riesgo considerable de inflación. 

Sin embargo, este riesgo no solo no se ha materializado nunca en los últimos diez años, sino que, al contrario, lo que se ha impuesto ha sido la ausencia de inflación y la atonía del crecimiento económico, que penalizan a unas economías y empresas sobreendeudadas, incapaces de subir sus precios. 

Se necesitaría mucho más que un breve editorial para detallar las razones de esta persistente desinflación. Pero una de las principales causas es que la mayor parte de esta «creación de dinero» nunca se encuentra en la economía real. En parte porque los bancos ya no estaban dispuestos a asumir el riesgo de prestar este dinero a sus clientes (y el endurecimiento de la normativa tras la crisis de 2008 fomentó esta reticencia) y en parte porque los propios particulares y empresas se mostraron precavidos. 

El dinero ofrecido por los bancos centrales no impulsó el consumo ni la inversión. Esta liquidez se ha quedado principalmente en el sistema financiero. Así que son las acciones y los bonos los que han subido de precio, de forma vertiginosa, y no los bienes de consumo. Los inversores han sido los grandes ganadores de los últimos 12 años.

Hoy, doce años después, el fantasma de un resurgimiento de la inflación vuelve a aparecer. A muy corto plazo, el fenómeno parece bastante imparable porque, medido en un año móvil, es bastante lógico que los precios al consumo sean más altos en las próximas semanas que cuando los consumidores estaban confinados en sus casas en la primavera de 2020. 

El fenómeno podría reforzarse y prolongarse durante algún tiempo porque, en un momento en el que la demanda de los consumidores se está recuperando, la oferta de las empresas sigue estando limitada por todas las interrupciones que han sufrido las instalaciones de producción durante el último año. 

A escala mundial, el aumento del precio de ciertas materias primas, como el cobre y los semiconductores en los últimos doce meses, recuerda la ley férrea de la oferta y la demanda para el precio de los bienes y servicios. En Estados Unidos, cuya economía ya se ha reabierto en gran medida, el fenómeno ya es visible y el índice de precios del mes de abril ha superado todas las previsiones de los economistas.  

Pero la cuestión más importante va más allá del corto plazo. ¿Podría ser que los economistas, tras haber sobrestimado en gran medida la dirección general de la inflación a principios de la última década, la estén subestimando ahora para la próxima? 

Esta pregunta, absolutamente crucial para los ahorradores, merece ser formulada porque algo ha cambiado radicalmente entre el tratamiento de la crisis de 2008 y la de 2020. 

Esta vez se ha aprendido la lección del «error» de 2009: para evitar que la crisis beneficie solo a los activos financieros, en lugar de a la economía real, y permitir así que crezcan las desigualdades. 

Los gobiernos han asumido sus responsabilidades. Esta vez, tomaron casi universalmente la iniciativa de asegurar que la «creación de dinero» se canalizará hacia los individuos y las empresas (subsidios, préstamos garantizados, subvenciones, inversiones públicas, etc.). Los bancos centrales ya no son los únicos que mandan. En Estados Unidos, esta asunción de responsabilidades por parte de la administración Biden supera en su alcance incluso al estímulo rooseveltiano de los años treinta. 

Es toda la ideología económica liberal de los últimos cuarenta años, iniciada por Ronald Reagan en Estados Unidos y respaldada por Margaret Thatcher en Europa, caracterizada por menos gobierno, menos regulación, menos impuestos, más globalización, la que Joe Biden propone revertir. Por lo tanto, es legítimo sospechar que la larga tendencia desinflacionista de las últimas décadas, que permitió que los tipos de interés bajaran literalmente de forma ininterrumpida hasta hace poco, puede verse socavada. 

No tendremos confirmación de esto inmediatamente. La última década ha demostrado que el sobreendeudamiento es un obstáculo formidable para el aumento de la inflación y los tipos de interés. Además, el riesgo es mucho más remoto en Europa, donde los niveles de subempleo, los frenos estructurales al crecimiento y la relativa modestia de los planes de estímulo hacen menos creíble la perspectiva de un cambio completo del régimen de inflación.

Pero probablemente en los próximos meses los ánimos se verán afectados por el aumento del nivel de inflación que acompañará a la reapertura de las economías y las múltiples interrupciones en las cadenas de suministro. Y si bien este fenómeno será parcialmente transitorio, aunque solo sea porque el efecto base sobre el precio del petróleo se desvanecerá rápidamente, y aunque la historia nos enseñe que hay que desconfiar de la predicción de un regreso duradero de la inflación de los activos financieros a la economía real, los mercados tendrán que tener en cuenta que esta posibilidad ha aumentado seriamente. 

Sin duda no son los modelos tradicionales de los economistas los que nos permitirán anticipar de forma fiable el futuro de la inflación en un contexto tan nuevo. 

 

 


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